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sábado, 25 de enero de 2020

LA SEÑORA


LA  SEÑORA

Promediaba la década del ’40, pero el barrio conservaba su aspecto semi rural. La estación del tren agrupaba a su alrededor el pequeño pero surtido centro comercial, gracias al cual los vecinos no tenían necesidad de viajar una hora hasta el centro para hacer compras importantes. El cine, la iglesia, el correo y la infaltable plaza completaban el trazado, pero cuatro o cinco cuadras más allá, el descampado imperaba sobre las escasas edificaciones. Cuando una conocida firma inmobiliaria de plaza decidió construir 10 chalets  en la última calle paralela a las vías, el barrio se alborotó.


Diez casas significaba que diez nuevas familias se incorporarían al vecindario con su carga de historias anteriores, y lo que era mejor aún: con nuevas historias que podrían quizás alterar la monotonía del barrio. Los vecinos acompañaron la construcción con la mirada puesta en el calendario, como queriendo acelerar el final de las obras, que se produjo un poco más tarde de lo anunciado por la inmobiliaria, pero fueron compensados por una insólita invitación. Especulando con futuras ventas, la empresa contrató una pequeña banda de música que atrajo al vecindario con sus alegres sones, ocasión que aprovecharon para invitar a los presentes a que visitaran los flamantes chalets. Todo el mundo quedó encantado con las coquetas casitas y cada muchacha casadera soñó desde entonces con formar en ellas su nidito de amor.


Pronto los chalets fueron vendidos, todos a gente ajena al lugar, pero similares en sus hábitos y forma de ser a la mayoría de los habitantes del barrio: Empleados de grandes tiendas del centro, algún retirado del Ejército, un par de viudas con buena pensión y nada más. Nada de lo que habían estado esperando las chicas soñadoras y las vecinas chusmas.
Hasta que llegó “Ella”.
Era el último chalet vacío, el segundo de la esquina, entre el coronel retirado y el capataz de la textil cercana. Cuando el camión de la mudanza se detuvo frente a la casa y comenzó la descarga de muebles y canastos, Rogelio y Alicia, que vivían a la vuelta, corrieron a instalarse en el cordón de la vereda, esperando conocer a los nuevos dueños, pero sólo se veía al chofer y los changarines, por lo que Rogelio, audaz con sus recién estrenados pantalones largos, se ofreció a ayudar en la descarga para poder investigar más de cerca el contenido de los canastos. Un par de horas después, con el rostro congestionado y transpirando profusamente, le contó a su hermana que sólo había visto muchas valijas e infinidad de cajas de cartón, como de zapatos, pero redondas y prolijamente atadas, por lo que desconocía su contenido. Lo que había podido constatar era la ausencia de juguetes o muebles para niños, por lo que se podía deducir que los nuevos vecinos eran gente grande.
Días más tarde, una chica con aspecto de empleada doméstica fue vists limpiando vidrios y colgando cortinas. Le tocó entonces el turno a la esposa del capataz de obtener información con la excusa de vivir en la casa lindera, tocó el timbre y se presentó como Nélida “Para lo que gustara mandar”. Pero la chica resultó ser enviada por una agencia y desconocía todo acerca de los propietarios. Sólo le habían encargado desembalar y acomodar ropas y enseres, antes de la llegada de “la señora”
Aquél sí que era todo un dato “La señora”. Por lo tanto, debía ser otra viuda. Ante esto, la expectativa general decayó por completo. ¿A quién le interesaba otra vieja?
Una semana después, alguien advirtió que había luces encendidas en el chalet, pero nadie se molestó en acercarse a averiguar. Hasta el día siguiente, a las dos de la tarde.
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Rogelio fue el primero en verla. Sentado en el umbral de su casa, disfrutaba del tibio sol de abril, cuando la vio doblar la esquina y enfilar hacia él. Tal como lo relatara tantas veces después, creyó por un instante que estaba frente a Libertad Lamarque, la cancionista adorada por su madre y hermanas. Pero no, la mujer era más alta y también más joven, aunque igualmente bella. Muy bien vestida, con una pluma roja en el coqueto sombrerito gris y guantes haciendo juego, difería totalmente del modelo de mujer que acostumbraba a caminar por el barrio. Rogelio quedó boquiabierto. Le sonrió al pasar junto a él, envolviéndolo con su dulce perfume y siguió caminando con seguridad y elegancia sobre los tacos más altos que había visto el chico en su vida, en especial si se tiene en cuenta que su madre y sus hermanas usaban zapatos acordonados con taco carretel. Entró corriendo a su casa, tomo a Alicia de un brazo y la arrastró hacia la calle, por donde la nueva vecina se alejaba, camino a la avenida principal (y única) donde tenían su parada los plateados ómnibus de la Corporación.
La escena protagonizada por Rogelio se fue repitiendo a medida que “la señora” se iba cruzando con las vecinas que barrían la vereda o los viejos que paseaban al perro. Todos ellos corrían a llamar a sus parientes, que se asomaban para conocer a “la nueva” y se juntaban luego en corrillos para cambiar opiniones “Es muy linda”, decían los viejos y los chicos. “Es una coqueta” decían las viejas. “Parece una artista con ese sombrero” decían las chicas jóvenes.


A partir de entonces, todas las tardes, después de las dos, todo el vecindario salía con alguna excusa a la puerta de calle para ver  pasar a “La señora” como ya la nombraban todos. Y ella, todos los días con un sombrero diferente, (seguro ocupante de las cajas redondas), como afirmó Alicia, pasaba con una media sonrisa tras el tenue velo de su sombrerito, y siempre sobre los altos tacos de sus zapatos de charol.
Hasta la tarde en que Alicia se cansó de la vigilancia y cuando la señora pasó frente a su puerta, sencillamente le sonrió y dijo: “Buenas tardes”. Entonces ocurrió aquello, como contaba Rogelio. La señora se detuvo frente a la jovencita y sonriendo ampliamente, contestó: “Por fin, hija, Creí que nunca me iban a aceptar en este barrio”. Fue el comienzo de una amistad despareja, pero sincera. A partir de ese día, todos los vecinos comenzaron a saludarla y cambiar breves comentarios cuando la cruzaban haciendo alguna compra. Fue más o menos entonces cuando comenzaron los cambios.
Tanto don Egidio, el almacenero, como don José y Rafael, los dueños del mercadito, atendían a las vecinas con el habitual “¿Qué va a llevar, doña?”, hasta que Eugenia, que así se llamaba la señora, les dijo con dulzura; “Por favor, no me diga doña, que parece un título. Dígame sólo señora y será suficiente”. Los comerciantes, confundidos, no supieron si ofenderse o disculparse, pero desde entonces, comenzaron a tratar de señora a todas la clientas, a quienes les encantó ser llevadas al mismo nivel de la nueva vecina.
Alicia y sus hermanas mayores fueron también beneficiadas con la amistad de Eugenia. Gran cantidad de sombreros y guantes de todos colores pasaron a manos de las muchachas, que los usaban para ir los sábados a la noche al cine, cuando toda la comunidad se reunía para ver la última “nacional”. Era en esa ocasión cuando todos se preguntaban por qué Eugenia no iba con su esposo. Se suponía que los sábados a la noche nadie trabajaba, pero ella concurría con Alicia, o Nélida y Agustín, y muy de tarde en tarde se la veía llegar del brazo de su marido.
Este hombre era todo un enigma. Ante las preguntas veladas de los vecinos, Eugenia se limitaba a sonreir y murmurar sobre escribir y viajar, sin que nunca quedara nada en claro sobre la ocupación del esposo y nadie se atrevía a indagar más. Él salía de su casa a mediodía, pero nunca nadie lo veía regresar y los domingos, día de descanso y familia, para todos, Eugenia salía sola, como todas las tardes, para tomar el ómnibus y dirigirse al centro de la ciudad. Ni siquiera Nélida, su vecina más íntima, podía aportar datos.


Claro que a ella lo único que le interesaba era mantener la amistad de la señora Eugenia, viendo que Nélida descuidaba su apariencia, le había dado algunos consejos, de resultas de los cual la joven había comenzado a esperar a su marido do cintas rosadas o amarillas sosteniendo su negros bucles, un toquecito de color en labios y mejillas y dos gota de Citrus detrás de las orejas. Eugenia no había logrado aún que Nélida usara tacos altos, pero esperaba convencerla y en tanto , Agustín disfrutaba de la belleza sencilla de su mujer.
Hasta Rogelio había cambiado. Él, siempre acomplejado cuando enfrentaba a una chica (en especial a Celia, la  amiga de Alicia de la cual estaba enamorado) parecía ahora más seguro de sí, como más relajado, y todo era obra de Eugenia que con sus charlas en la vereda, durante las perfumadas noches del incipiente verano, había logrado que el jovencito pensara que si ella, Eugenia, se mostraba interesada en escuchar sus opiniones y sus sueños, todo el mundo femenino caería a sus pies son sólo él desearlo. La vida se encargó de mostrarle que no era así, pero de momento, el muchacho era feliz.
El que no era feliz era el cura. Eugenia no concurría a misa, y ni que hablar de su marido, y ése era precisamente el punto. Su marido.
¿Era realmente su marido?. Por cierto que no se comportaba como tal. El sacerdote, enterrado por más de 40 años en aquel vecindario, sólo un puñado de casuchas cuando él llegó para hacerse cargo de la capillita, no había tenido tiempo ni ganas de saber qué sucedía en el mundo fuera de su iglesia y el resultado estaba a la vista. Juzgaba a las personas por lo que le contaban los bien o malintencionados de turno, y de Eugenia y su marido le habló hasta el cansancio la vieja que limpiaba la iglesia, una mujer resentida y envidiosa que creía corregir sus defectos baldeando los pisos parroquiales.
El resultado fue fatídico. El cura manifestó que lo de Eugenia era flagrante concubinato y prohibió a todos sus feligreses dirigirle la palabra, La noticia corrió por el barrio en un santiamén y la opinión de los vecinos se dividió entre defensores y atacantes. Cuando la sentencia llegó a oídos de Eugenia,(nunca se supo quién le llevó la noticia) la señora se encerró en su casa por una semana, en la que tampoco se vio a su marido. El séptimo día el barrio se convulsionó nuevamente. Frente a la casa de Eugenia se detuvo un camión, del que descendieron varios hombres quienes de inmediato comenzaron a cargar en él muebles y canastos repletos de ropa, enseres y cajas de cartón redondas.
Tanto Nélida como Alicia y Rogelio se desesperaron tratando de averiguar algo, pero los cargadores sólo tenían órdenes de llevar todo a un depósito, ni siquiera sabían quién había ordenado el viaje. Nélida estaba desolada y hasta la cinta en su cabello parecía alicaída, pero alcanzó a murmurar “La culpa la tiene el cura”. Rogelio y Alicia asintieron con la cabeza y el chico masculló un “Me las va a pagar” que hizo que su hermana se santiguase. Y Rogelio pudo darse por satisfecho. Gracias a la campaña que hizo entre amigos suyos y enemigos del cura, logró que la concurrencia a la capilla disminuyese en tal forma que el Obispado se vio obligado a tomas cartas en el asunto y jubilar al sacerdote.
Eugenia no regresó nunca al barrio y meses más tarde el chalet fue vendido a un empleado bancario, casado y con dos hijos pequeños.
Alicia siguió usando los sombreros y guantes de su amiga, cuya elegancia le ayudó a conseguir un puesto de recepcionista en una oficina del centro.
Rogelio no se puso de novio con Celia, porque llegó a la conclusión de que él era mucho hombre para una sola mujer y Nélida mantuvo tan feliz a su marido que cuando éste le regaló un par de zapatos de taco alto, abandonó para siempre los mocasines acordonados.



Fue varios años después que don Egidio, el almacenero, vio la foto de Eugenia en la hoja de diario con la que se disponía a envolver unos huevos caseros. Eugenia y su marido sonreían desde la escalerilla de un avión y el epígrafe aclaraba que el destacado billarista y su bella esposa partían hacia Japón, donde él participaría en un certamen mundial de esa especialidad y escribiría un libro sobre la discriminación social en pequeñas comunidades.

SILVIA  N. MARTÍNEZ
Febrero 2008





1 comentario:

  1. Un relato entrañable, Silvia, con lo bueno y lo malo del chusmerío en los barrios, y me quedo con la última fotografía, un abrazo!

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