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domingo, 25 de agosto de 2019

UN LUGAR EN ESTE MUNDO

 Los toldos desteñidos se curvaban bajo el peso del agua acumulada durante el chaparrón tropical.
El frente de los negocios se reflejaba, distorsionado, en los grandes charcos que eran embebidos con rapidez por el suelo poroso y reseco.
Ella aún mantenía su paraguas celeste desplegado, más atenta al pintoresco paisaje urbano, que al aguacero ocasional.
Él la venía siguiendo desde el hotel y sin advertirlo, también continuaba caminando con su paraguas abierto.
Los nativos reían al verlos pasar, apresurándose a ofrecerles sus variadas mercancías que ambos rechazaban, casi sin verlas.
Al llegar a la plazoleta, ella se detuvo, como escuchando un llamado lejano y lentamente giró, hasta quedar cara a cara con el hombre.
Él sonrió, cerró finalmente el paraguas que ahora comenzaba a protegerlo de un sol, rabiosos y le dijo:
"Yo sabía que existía un lugar en este mundo en el que iba a volver a verte. Caminemos, que el cielo está aclarando para nosotros"

Silvia N. Martínez


martes, 20 de agosto de 2019

AZUCAR PARA BUÑUELOS

Todas nuestras amigas conocen la pluma de nuestra Dama Silvia N. Martínez, a partir de esta entrega iré subiendo relatos que ella fue desgranando a lo largo de los años y que generosamente nos fue regalando-



AZÚCAR PARA BUÑUELOS
 Silvia N. Martínez

Enroscada en un sillón, cambiaba los canales del televisor sólo para encontrar en todos la misma noticia: “Nieva en Buenos Aires después de 89 años”. Los gruesos cortinados que cubrían los ventanales de su cuarto en el hotel, habían transformado la tarde de ese gélido 9 de julio en una noche tibia y confortable, pero la insistencia de los noticieros la hizo incorporarse con pereza y caminar hasta la ventana. Corrió las cortinas y al instante un cielo gris pareció querer introducirse en el cuarto, ubicado en el piso 20 del edificio. Desde allí no era fácil ver la calle, pero la vista sobre los techos de la vereda opuesta revelaba una fina cubierta blanca, ¡ Nieve en la capital, qué absurdo!
Había llegado al país el día anterior por sólo dos días, para concretar algunos negocios, y dado el poco tiempo que tenía entre una reunión y otra, ni siquiera había avisado de su llegada a la poca familia que aún le quedaba en Argentina, prefiriendo la soledad de un hotel a una maratónica visita familiar. Su plan para ese día era caminar un poco por el centro, cenar temprano y meterse en la cama a repasar los informes que debía presentar el martes en la oficina, pero la imprevista nevada la impulsó a salir antes de lo previsto.
Miró el reloj: Las 3 de la tarde. Se abrigó bien, tomó el ascensor y en pocos minutos se encontró caminando por Callao hacia la plaza del Congreso. Se veía poca gente por la calle y los negocios cerrados por el feriado le daban a la avenida un aire extraño, que se acentuaba aún más por la insólita nevada. Cruzó Rivadavia y se adentró en la plaza, deteniéndose al lado del monumento a los Dos Congresos. Le hubiera gustado subir las escaleras como hacía cuando niña, según atestiguaban amarillentas fotos del álbum familiar, pero la inseguridad actual lo había encerrado en una cárcel virtual.
La nevisca arreciaba y las nubes estaban tan bajas que parecía posible tocarlas con sólo estirar el brazo. De pronto, sintió como si el tiempo se hubiese detenido. Todo a su alrededor era silencio. Pese a la hora, el anochecer cayó en un instante sobre la plaza y la nieve tapó los altos edificios de alrededor, mientras las antiguas farolas comenzaban a encenderse.
Una voz de mujer llegó hasta ella, como saliendo de entre los copos irregulares y se la escuchó claramente decir: “Si quieres buñuelos, tendrás que ir hasta el almacén a comprar medio kilo de azúcar”. La voz venía de muy lejos, de su infancia, del tiempo en que escuchar la voz de la abuela Sofía era algo cotidiano. Cerró los ojos por un instante, deseando escuchar algo más. Cuando los volvió a abrir, tenía frente a ella un chico delgado, alto, de unos 8 años, que la miraba fijamente. Sus ojos oscuros, inteligentes, se escondían a medias tras un mechón rebelde de pelo lacio que le caía sobre la frente. Traía un abrigo grueso, pantalones bajo la rodilla, medias % de lana y botines acordonados de color marrón. En su mano izquierda sujetaba un paquete pequeño, hecho con papel blanco y con dos inconfundibles orejitas rematando su cierre. Era el típico paquete de azúcar que hacían los almaceneros muchísimos años atrás.
El tiempo parecía haber quedado suspendido entre ellos, que se miraban sin hablar, en medio del silencio, hasta que el niño sonrió y agitó su mano en un gesto de despedida. Un agudo bocinazo la arrancó de esa especie de trance en que se hallaba, haciendo que desviara su mirada hacia Rivadavia, pero se trataba solamente de un grupo de gente que festejaba la nevada como si se tratase de la obtención de un campeonato de fútbol.
Volvió su atención hacia el niño, pero frente a ella no había nadie y la plaza había retomado su luz habitual, con las farolas aún apagadas. Consultó su reloj: Aún no eran las cuatro. Retornó sobre sus pasos y mientras se acercaba al hotel, recordó con ternura la anécdota, tantas veces escuchada de labios de su padre, sobre la mítica nevada de aquél 22 de junio de 1918, a las 5 de la tarde.