Archivo del blog

viernes, 8 de septiembre de 2023




 El sábado 2 de setiembre  la Orden de  las Damas del Abanico nos invitaron a una tarde de relatos y música en Bien Bohemio, de la calle Sanchez de Loria 745.


Contamos con una animada concurrencia femenina y debemos destacar la presencia de dos caballeros que nos acompañaron , uno de ellos el Sr. Pedro Rapetti  quien generosamente donó dos esculturas de su autoría las que fueron sorteadas. 




Abrió el acto la Gran Dama Sra. Silvia Aimery, dando la bienvenida y contando a las nuevas amigas ,quienes somos, cual es nuestra  actividad desarrollada durante el año ,que se viera interrumpida durante  la pandemia,  recomenzando este año con nuestra tradicional Lotería.



                                                                                                                         

 A continuación la Sra. Silvia Martínez invitó a subir al escenario a la Sra. Alicia N Rodríguez quien leyó sobre María Josefa Ezcurra, quien fuera amante del Gral Manuel Belgrano.






En segundo lugar la invitada a leer fue la Sra. Ana Paz que se refirió a Lola Mora, exquisita escultora y amante de varios presidentes.





Correspondió a Estela Faure de Lopa leer sobre la vida de Elisa Brown la joven hija del Almirante Guillermo Brown, quien se quitara la vida al perder a su enamorado el oficial Francisco Drummond






Concluyendo esta primera parte la Sra Graciela Codesido se refirio a Manuelita Rosas, hija del Restaurador Don Juan Manuel de Rosas,  novia ,amante y esposa  de Máximo Terrero.


Aquí hicimos un alto en la lectura para dar paso a la actuación de las Sras. Norma Julié e Isabel Allevato, quienes nos brindaron hermosos boleros y canciones. 






Al finalizar su actuación recibieron de manos dela Gran Dama sendos diplomas que las declaran "Amigas de las Damas del Abanico" junto a un presente y unas flores.






El sorteo contó con varios premios además de las referidas esculturas del Sr. Rapetti, se sortearon una botella de Tía María, otra de  licor de Chocolate y finalmente una botella de Champagne.







Al reiniciarse la segunda parte la narración estuvo a cargo de la Sra. Haydée Sandel quien contó sobre una señora que tuvo una vida bastante alegre La Perichona , su nombre Marie Anne Périchon de Vandeuil, fue amante del Virrey Liniers y espía de británicos, franceses y portugueses , era la abuela de Camila O' Gorman.





Posteriormente la Sra María Rosa Spano nos contó sobre la vida y los amores de Mariquita Sanchez  de Thompson.






Continuando la Gran Dama la Sra. Silvia Aimery leyó sobre la excelente poeta Alfonsina Storni, sus amores y sus tristes últimos años, leyendo un poema sobre su proster decisión.







Finalizando la Sra. Silvia Martínez con la hermosa pero triste relación de Camila O'Gorman y Ladislao Gutierrez un amor tronchado por Don Juan Manuel de Rosas.






Queremos agradecer a la Sra Marina Bussio "Dama del año 2019" por la fotografías que aquí les mostramos.




miércoles, 5 de julio de 2023

TARDE DE LOTERÍA CON LAS DAMAS DEL ABANICO




El  sábado 1 de julio, la Damas del Abanico, invitaron a sus amigas a reanudar los cálidos  encuentros  que la pandemia había obligado a suspenderlos.

Fue una tarde con muchas alegrías el volver a jugar a la lotería de cartones como en aquellas de la niñez y juventud de todas nosotras, y con las bolillas de madera que una de nuestras Damas conservaba como recuerdo de las hermosas reuniones familiares.




Hubo sorteos y regalos para casi todas...








                                        

Recibieron premios a la línea y al cartón lleno.


.Compartieron también alguna cosa rica con el café o té que se sirvieron en los descansos  entre los juegos.














Todas muy preocupadas por sus cartones!!!!!!!!

















Una hermosa tarde, que esperemos repetir en un tiempo no muy lejano, con algún otro encuentro musical, literario o de historias de nuestro barrio o barrios amigos.





 

sábado, 25 de enero de 2020

LA SEÑORA


LA  SEÑORA

Promediaba la década del ’40, pero el barrio conservaba su aspecto semi rural. La estación del tren agrupaba a su alrededor el pequeño pero surtido centro comercial, gracias al cual los vecinos no tenían necesidad de viajar una hora hasta el centro para hacer compras importantes. El cine, la iglesia, el correo y la infaltable plaza completaban el trazado, pero cuatro o cinco cuadras más allá, el descampado imperaba sobre las escasas edificaciones. Cuando una conocida firma inmobiliaria de plaza decidió construir 10 chalets  en la última calle paralela a las vías, el barrio se alborotó.


Diez casas significaba que diez nuevas familias se incorporarían al vecindario con su carga de historias anteriores, y lo que era mejor aún: con nuevas historias que podrían quizás alterar la monotonía del barrio. Los vecinos acompañaron la construcción con la mirada puesta en el calendario, como queriendo acelerar el final de las obras, que se produjo un poco más tarde de lo anunciado por la inmobiliaria, pero fueron compensados por una insólita invitación. Especulando con futuras ventas, la empresa contrató una pequeña banda de música que atrajo al vecindario con sus alegres sones, ocasión que aprovecharon para invitar a los presentes a que visitaran los flamantes chalets. Todo el mundo quedó encantado con las coquetas casitas y cada muchacha casadera soñó desde entonces con formar en ellas su nidito de amor.


Pronto los chalets fueron vendidos, todos a gente ajena al lugar, pero similares en sus hábitos y forma de ser a la mayoría de los habitantes del barrio: Empleados de grandes tiendas del centro, algún retirado del Ejército, un par de viudas con buena pensión y nada más. Nada de lo que habían estado esperando las chicas soñadoras y las vecinas chusmas.
Hasta que llegó “Ella”.
Era el último chalet vacío, el segundo de la esquina, entre el coronel retirado y el capataz de la textil cercana. Cuando el camión de la mudanza se detuvo frente a la casa y comenzó la descarga de muebles y canastos, Rogelio y Alicia, que vivían a la vuelta, corrieron a instalarse en el cordón de la vereda, esperando conocer a los nuevos dueños, pero sólo se veía al chofer y los changarines, por lo que Rogelio, audaz con sus recién estrenados pantalones largos, se ofreció a ayudar en la descarga para poder investigar más de cerca el contenido de los canastos. Un par de horas después, con el rostro congestionado y transpirando profusamente, le contó a su hermana que sólo había visto muchas valijas e infinidad de cajas de cartón, como de zapatos, pero redondas y prolijamente atadas, por lo que desconocía su contenido. Lo que había podido constatar era la ausencia de juguetes o muebles para niños, por lo que se podía deducir que los nuevos vecinos eran gente grande.
Días más tarde, una chica con aspecto de empleada doméstica fue vists limpiando vidrios y colgando cortinas. Le tocó entonces el turno a la esposa del capataz de obtener información con la excusa de vivir en la casa lindera, tocó el timbre y se presentó como Nélida “Para lo que gustara mandar”. Pero la chica resultó ser enviada por una agencia y desconocía todo acerca de los propietarios. Sólo le habían encargado desembalar y acomodar ropas y enseres, antes de la llegada de “la señora”
Aquél sí que era todo un dato “La señora”. Por lo tanto, debía ser otra viuda. Ante esto, la expectativa general decayó por completo. ¿A quién le interesaba otra vieja?
Una semana después, alguien advirtió que había luces encendidas en el chalet, pero nadie se molestó en acercarse a averiguar. Hasta el día siguiente, a las dos de la tarde.
Añadir leyenda


Rogelio fue el primero en verla. Sentado en el umbral de su casa, disfrutaba del tibio sol de abril, cuando la vio doblar la esquina y enfilar hacia él. Tal como lo relatara tantas veces después, creyó por un instante que estaba frente a Libertad Lamarque, la cancionista adorada por su madre y hermanas. Pero no, la mujer era más alta y también más joven, aunque igualmente bella. Muy bien vestida, con una pluma roja en el coqueto sombrerito gris y guantes haciendo juego, difería totalmente del modelo de mujer que acostumbraba a caminar por el barrio. Rogelio quedó boquiabierto. Le sonrió al pasar junto a él, envolviéndolo con su dulce perfume y siguió caminando con seguridad y elegancia sobre los tacos más altos que había visto el chico en su vida, en especial si se tiene en cuenta que su madre y sus hermanas usaban zapatos acordonados con taco carretel. Entró corriendo a su casa, tomo a Alicia de un brazo y la arrastró hacia la calle, por donde la nueva vecina se alejaba, camino a la avenida principal (y única) donde tenían su parada los plateados ómnibus de la Corporación.
La escena protagonizada por Rogelio se fue repitiendo a medida que “la señora” se iba cruzando con las vecinas que barrían la vereda o los viejos que paseaban al perro. Todos ellos corrían a llamar a sus parientes, que se asomaban para conocer a “la nueva” y se juntaban luego en corrillos para cambiar opiniones “Es muy linda”, decían los viejos y los chicos. “Es una coqueta” decían las viejas. “Parece una artista con ese sombrero” decían las chicas jóvenes.


A partir de entonces, todas las tardes, después de las dos, todo el vecindario salía con alguna excusa a la puerta de calle para ver  pasar a “La señora” como ya la nombraban todos. Y ella, todos los días con un sombrero diferente, (seguro ocupante de las cajas redondas), como afirmó Alicia, pasaba con una media sonrisa tras el tenue velo de su sombrerito, y siempre sobre los altos tacos de sus zapatos de charol.
Hasta la tarde en que Alicia se cansó de la vigilancia y cuando la señora pasó frente a su puerta, sencillamente le sonrió y dijo: “Buenas tardes”. Entonces ocurrió aquello, como contaba Rogelio. La señora se detuvo frente a la jovencita y sonriendo ampliamente, contestó: “Por fin, hija, Creí que nunca me iban a aceptar en este barrio”. Fue el comienzo de una amistad despareja, pero sincera. A partir de ese día, todos los vecinos comenzaron a saludarla y cambiar breves comentarios cuando la cruzaban haciendo alguna compra. Fue más o menos entonces cuando comenzaron los cambios.
Tanto don Egidio, el almacenero, como don José y Rafael, los dueños del mercadito, atendían a las vecinas con el habitual “¿Qué va a llevar, doña?”, hasta que Eugenia, que así se llamaba la señora, les dijo con dulzura; “Por favor, no me diga doña, que parece un título. Dígame sólo señora y será suficiente”. Los comerciantes, confundidos, no supieron si ofenderse o disculparse, pero desde entonces, comenzaron a tratar de señora a todas la clientas, a quienes les encantó ser llevadas al mismo nivel de la nueva vecina.
Alicia y sus hermanas mayores fueron también beneficiadas con la amistad de Eugenia. Gran cantidad de sombreros y guantes de todos colores pasaron a manos de las muchachas, que los usaban para ir los sábados a la noche al cine, cuando toda la comunidad se reunía para ver la última “nacional”. Era en esa ocasión cuando todos se preguntaban por qué Eugenia no iba con su esposo. Se suponía que los sábados a la noche nadie trabajaba, pero ella concurría con Alicia, o Nélida y Agustín, y muy de tarde en tarde se la veía llegar del brazo de su marido.
Este hombre era todo un enigma. Ante las preguntas veladas de los vecinos, Eugenia se limitaba a sonreir y murmurar sobre escribir y viajar, sin que nunca quedara nada en claro sobre la ocupación del esposo y nadie se atrevía a indagar más. Él salía de su casa a mediodía, pero nunca nadie lo veía regresar y los domingos, día de descanso y familia, para todos, Eugenia salía sola, como todas las tardes, para tomar el ómnibus y dirigirse al centro de la ciudad. Ni siquiera Nélida, su vecina más íntima, podía aportar datos.


Claro que a ella lo único que le interesaba era mantener la amistad de la señora Eugenia, viendo que Nélida descuidaba su apariencia, le había dado algunos consejos, de resultas de los cual la joven había comenzado a esperar a su marido do cintas rosadas o amarillas sosteniendo su negros bucles, un toquecito de color en labios y mejillas y dos gota de Citrus detrás de las orejas. Eugenia no había logrado aún que Nélida usara tacos altos, pero esperaba convencerla y en tanto , Agustín disfrutaba de la belleza sencilla de su mujer.
Hasta Rogelio había cambiado. Él, siempre acomplejado cuando enfrentaba a una chica (en especial a Celia, la  amiga de Alicia de la cual estaba enamorado) parecía ahora más seguro de sí, como más relajado, y todo era obra de Eugenia que con sus charlas en la vereda, durante las perfumadas noches del incipiente verano, había logrado que el jovencito pensara que si ella, Eugenia, se mostraba interesada en escuchar sus opiniones y sus sueños, todo el mundo femenino caería a sus pies son sólo él desearlo. La vida se encargó de mostrarle que no era así, pero de momento, el muchacho era feliz.
El que no era feliz era el cura. Eugenia no concurría a misa, y ni que hablar de su marido, y ése era precisamente el punto. Su marido.
¿Era realmente su marido?. Por cierto que no se comportaba como tal. El sacerdote, enterrado por más de 40 años en aquel vecindario, sólo un puñado de casuchas cuando él llegó para hacerse cargo de la capillita, no había tenido tiempo ni ganas de saber qué sucedía en el mundo fuera de su iglesia y el resultado estaba a la vista. Juzgaba a las personas por lo que le contaban los bien o malintencionados de turno, y de Eugenia y su marido le habló hasta el cansancio la vieja que limpiaba la iglesia, una mujer resentida y envidiosa que creía corregir sus defectos baldeando los pisos parroquiales.
El resultado fue fatídico. El cura manifestó que lo de Eugenia era flagrante concubinato y prohibió a todos sus feligreses dirigirle la palabra, La noticia corrió por el barrio en un santiamén y la opinión de los vecinos se dividió entre defensores y atacantes. Cuando la sentencia llegó a oídos de Eugenia,(nunca se supo quién le llevó la noticia) la señora se encerró en su casa por una semana, en la que tampoco se vio a su marido. El séptimo día el barrio se convulsionó nuevamente. Frente a la casa de Eugenia se detuvo un camión, del que descendieron varios hombres quienes de inmediato comenzaron a cargar en él muebles y canastos repletos de ropa, enseres y cajas de cartón redondas.
Tanto Nélida como Alicia y Rogelio se desesperaron tratando de averiguar algo, pero los cargadores sólo tenían órdenes de llevar todo a un depósito, ni siquiera sabían quién había ordenado el viaje. Nélida estaba desolada y hasta la cinta en su cabello parecía alicaída, pero alcanzó a murmurar “La culpa la tiene el cura”. Rogelio y Alicia asintieron con la cabeza y el chico masculló un “Me las va a pagar” que hizo que su hermana se santiguase. Y Rogelio pudo darse por satisfecho. Gracias a la campaña que hizo entre amigos suyos y enemigos del cura, logró que la concurrencia a la capilla disminuyese en tal forma que el Obispado se vio obligado a tomas cartas en el asunto y jubilar al sacerdote.
Eugenia no regresó nunca al barrio y meses más tarde el chalet fue vendido a un empleado bancario, casado y con dos hijos pequeños.
Alicia siguió usando los sombreros y guantes de su amiga, cuya elegancia le ayudó a conseguir un puesto de recepcionista en una oficina del centro.
Rogelio no se puso de novio con Celia, porque llegó a la conclusión de que él era mucho hombre para una sola mujer y Nélida mantuvo tan feliz a su marido que cuando éste le regaló un par de zapatos de taco alto, abandonó para siempre los mocasines acordonados.



Fue varios años después que don Egidio, el almacenero, vio la foto de Eugenia en la hoja de diario con la que se disponía a envolver unos huevos caseros. Eugenia y su marido sonreían desde la escalerilla de un avión y el epígrafe aclaraba que el destacado billarista y su bella esposa partían hacia Japón, donde él participaría en un certamen mundial de esa especialidad y escribiría un libro sobre la discriminación social en pequeñas comunidades.

SILVIA  N. MARTÍNEZ
Febrero 2008





domingo, 19 de enero de 2020

CRÓNICA DE UNA CAMA


Crónica de una cama

Todo ocurrió en Buenos Aires, donde mi historia comenzó, allá, a mediados del siglo XIX. El Gobernador había ordenado que se utilizaran las más finas maderas en mi construcción. Y no quiso nada de tientos para sostener el colchón: “Un fuerte armazón, también de madera (esta vez de lapacho), que resista el peso de un hombre fuerte saltando sobre él”. Esto último lo decía esbozando una sonrisa socarrona, mientras otro tipo de acrobacia cruzaba por su mente. Terminado mi parto, salí de las rústicas manos del artesano carpintero, con una trémula pátina brillosa sobre el palo de rosa utilizado en mi confección. El buen gusto de la mulata que me recibió de regalo, hizo que me colocaran un bello dosel encarnado, cuyos cortinados. Al ser corridos, me convertían en un lujoso estuche, receptáculo de sus desbordes pasionales con el Gobernador.

Podría estar horas narrando las hazañas que sobre mí intentó realizar el poderoso hombre. Nótese que digo “intentó”, porque en verdad eran más meritorios los esfuerzos de la mulata por fingir placer, que los del Gobernador por llevar a buen puerto sus flojas acometidas amatorias. En fin, soy discreta, y mejor me callo. Con la misma discreción asistí a los revolcones de la mulata con el secretario del Gobernador: Esas sí que eran proezas, casi podría llamar maratones a aquellas interminables tardes de verano, cuando el vejete debía acompañar a su familia a la quinta de San Isidro y el joven secretario era enviado con el aviso de ausencia a mi propietaria, junto con una canasta de frutas elegidas y sus excusas. No sé qué hacía la mulata con la canasta y las excusas, pero soy testigo de que muchas de las dulces frutas eran saboreadas por el mandadero, usando como plato el voluptuoso cuerpo de la amante del Gobernador.

Aquel tórrido verano dejó como recuerdo un hijo, al que en principio el mandatario orgullosamente pensó en dar su apellido, aunque luego, temeroso del escándalo, hizo pasar por un sobrino lejano. Mi fino cuerpo de palo de rosa se vio sacudido, una vez más, por los movimientos de la mulata, pero ahora eran dolorosas contracciones de parto que la dejaron exhausta y la llevaron a la muerte, mientras la sangre que huía de su cuerpo junto con la vida, empapaba mis finas sábanas de batista, hasta volverlas del color de las colgaduras del elegante dosel. Nunca más supe del Gobernador ni de su hijo bastardo, pero sí recogí las lágrimas del secretario, encargado de levantar la casa.


Fue por su iniciativa que fui a parar a manos de un viejo maestro de música, casado con una avinagrada beata. En cuyo hogar pude descansar de tanto traqueteo sentimental, pero donde me aburrí soberanamente, al punto de extrañar incluso aquel “Allá voy,  mi Dulcinea” con que el Gobernador  pretendía anunciar su climax amoroso y su erudición, todo en una sola frase, de la que luego se reían hasta casi descuajeringarme, la mulata y el secretario.
En esa triste casa fue que asistí a la segunda de numerosas muertes que tendría que soportar sobre mí, a lo largo de muchos años. El maestro murió, (creo yo que para no tener q    ue seguir viendo la cara de su mujer), y la beata lo siguió unos años después.

Mi hermosa estructura deambuló por las casas de algunos parientes pobres de la insulsa pareja, en los cuales fui despojada de mi dosel, y llegué a estar ocupada por varios chiquillos a la vez, para aprovechar espacio y tener más calor en invierno. Ya casi ni recuerdos me quedaban de  los suspiros, jadeos y contorsiones del amor, cuando fui adquirida en un remate, nada menos que por el dueño de un hotel “non sancto”.

¡Que felicidad tan grande! 

Allí me renovaron el lustre y me volvieron a colocar el dosel, esta vez de tenues gasas rosadas, que insinuaban más de lo que ocultaban, y la habitación a la que me destinaron, fue bautizada  como “La Pompadour”. Una vez más me sacudieron hasta agotarme, y sin embargo, mi duro entramado de lapacho resistió como en sus mejore épocas.

Hoy, llegado el fin de mi vida útil, me encuentro acá, arrinconada, en este polvoriento depósito, esperando el desguace, cuando escucho una voz joven que pregunta cuál es mi precio. Interesada, escucho el regateo con mi dueño actual, y por último me cargan en una furgoneta bastante descalabrada, donde viajo hasta las afuera de la ciudad. Una vez reubicada en un pequeño galponcito de los fondos de una humilde casa, mi nuevo poseedor regresa con una muchacha que luce un avanzado embarazo. Se detiene ante mí, y él le pregunta ¿Qué te parece? Me estremezco al oírlo, recordando el sangriento parto de la mulata, pero ella lo abraza, sonriendo, y contesta:


Es una madera preciosa. Apúrate y desármala, que no veo el momento en  que se convierta en cuna”.

Fin de la crónica y de la cama.

SILVIA NORA MARTÍNEZ.