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martes, 14 de enero de 2020

ACADEMIA DE TANGO



ACADEMIA DE TANGO

Hacía poco que habían empezado con la academia. Antes de las reformas, el local había estado destinado a boliche, pero las cuentas nunca cerraron, hasta que Blanca tuvo una idea brillante: pondrían una academia de tango.


Al principio, Hugo se negó rotundamente, pero ella insistió, presentando el proyecto en forma tan atractiva, que a él no le quedó más remedio que claudicar. Su única condición fue que no sería él el profesor, contratarían algún amigo bailarín de entre los muchos que estaban sin trabajo, y Hugo se haría cargo de la barra, que fue lo único que quedó en pie del viejo boliche.

Era un hermoso salón, con un piso reluciente de antiguo roble de Eslavonia, de esos que ya no se encuentran, y quedó espléndido cuando Blanca hizo instalar grandes espejos que consumieron hasta los últimos pesos de la pareja.
Pero tuvieron suerte. El lugar fue todo un éxito desde el primer momento, y cada noche se colmaba de aprendices tangueros, porteños y foráneos. Blanca era la estrella del local. Alta, con largas piernas siempre enfundadas en finas medias negras que asomaban por el clásico tajo cuando bailaba o se sentaba, suelta su rojiza cabellera sobre los hombros de un blanco cremoso, rara vez acariciados por los rayos del sol. Tenía algo más de cuarenta años, pero no los aparentaba, especialmente cuando bailaba.
Dada la cantidad de alumnos que tenían, Hugo había contratado a varias chicas para ayudar a Blanca con las clases, pero todos se peleaban por tomar lecciones con ella. Era como un especie de premio lograr ser su compañero, aun cuando sólo fuese por un momento.


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Lo mejor de cada noche era el momento en que Hugo dejaba su observatorio detrás de la barra y, tomando a su mujer de la cintura, la llevaba al centro de la pista. Todo el mundo tomaba asiento en las banquetas colocadas a lo largo de las espejadas paredes, y quedaban allí, expectantes.
Era un espectáculo único. El perfecto acople de sus cuerpos, fruto de largos años de convivencia, hacía que sus siluetas se fundiesen en una, dibujando arabescos sobre el parquet multiplicando las mórbidas figuras del tango en los grandes espejos. Un cerrado aplauso coronaba su actuación y una multitud de hombres se arremolinaba entonces alrededor de Blanca, buscando ser los agraciados con una clase particular, que ella otorgaba graciosamente, ante la sonriente aprobación de Hugo, nuevamente oscuro ocupante de la barra.


Así, hasta que una noche cualquiera, la relativa calma del local se vio alterada por la irrupción de un grupo de jovencitos que buscaba sólo pasarla bien. Aburridos de las usuales salidas, uno de ellos había tenido la ocurrencia de entrar a la academia, fingiendo querer tomas lecciones de tango, y todos habían aceptado, alborozados. Entre risas y algunas copas de más, los muchachos salieron de inmediato a la pista, algunos con las jóvenes instructoras, otros entre ellos mismos, pero todos bajo la vigilante mirada de Hugo.


Blanca se encontró sorpresivamente abrazada por un jovencito que, envalentonado obviamente por el alcohol, intentaba bailar con ella nada menos que una difícil milonga. El muchacho hubiese quedado hecho un nudo si ella no hubiese tenido piedad. Delgado y tan alto como ella, la miró profundamente, cara a cara, y Blanca, movida por un impulso, tomó el comando de la situación. Se adhirió a él y abrazándolo con fuerza, le ayudó a marcar el compás, uniendo sus largos muslos a los del chico y obligándolo casi. A seguir sus sensuales movimientos.


Hugo frunció el ceño. Conocía a Blanca desde que era casi un niña, y sabía que tenía una sola debilidad: los carilindos, en especial si eran jóvenes. No se equivocó. El muchachito Javier, como dijo llamarse, tenía un aire a Leonardo Di Caprio, pero con un dejo perverso en los fríos ojos celestes. Blanca no supo, ni pudo, ni quiso resistirse.
Fue como un vendaval, arrasándolo todo a su paso. En menos de un mes, ella intentó dejar a Hugo para irse con Javier, haciendo así aterrizar de golpe al muchacho, que creía estar viviendo una aventura más, sólo que esta vez, con el brillo que le otorgaban los cuarenta años de Blanca y su fama de mujer de la noche. Y, para completar el cuadro, una noche apareció por la academia una llorosa jovencita que increpó a Blanca con los ojos llenos de lágrimas, acusándola de querer quitar el  novio (léase Javier).

Hugo, aunque horrorizado por el cariz folletinesco que tomaba la situación, llevó a la chica hacia la barra, tratando de calmarla, mientras observaba de costado la oportuna retirada de Blanca. Estaba tratando de convencer a la muchachita de que todo era un malentendido y que Javier sólo iba a la academia para aprender a bailar tango, cuando hizo su aparición el joven Tenorio, quien quedó demudado al ver a su noviecita del secundario enredada en un íntimo diálogo con el maduro partenaire de Blanca.
El hábil joven sacó de inmediato provecho de la situación y, tomando a su novia de un brazo, la condujo fuera del salón, argumentando en tono alto “Que no permitiría que un par de viejos quisiese aprovecharse de la inexperiencia y buena fe de ambos”
Hugo, entre indignado y divertido, sacudió la cabeza, mirando en dirección a la puerta del guardarropas por la que Blanca se había escabullido. La mujer, por supuesto, había presenciado la escena desde allí, por lo que, tras la partida de la parejita, salió en silencio y cabizbaja.



Hugo se le acercó, magnánimo y ganador y, como tantas otras veces, le preguntó al oído ¿Bailamos? Ella, avergonzada, apoyó la mejilla en el hombro varonil y se dejó llevar.

SILVIA NORA MARTÍNEZ
Marzo 2001

1 comentario:

  1. Gracias por este regalo del nuevo año, Damas! Silvia, como siempre, relata una hermosa historia con maestría y calidez, un abrazo para todas! Cristina

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