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domingo, 19 de enero de 2020

CRÓNICA DE UNA CAMA


Crónica de una cama

Todo ocurrió en Buenos Aires, donde mi historia comenzó, allá, a mediados del siglo XIX. El Gobernador había ordenado que se utilizaran las más finas maderas en mi construcción. Y no quiso nada de tientos para sostener el colchón: “Un fuerte armazón, también de madera (esta vez de lapacho), que resista el peso de un hombre fuerte saltando sobre él”. Esto último lo decía esbozando una sonrisa socarrona, mientras otro tipo de acrobacia cruzaba por su mente. Terminado mi parto, salí de las rústicas manos del artesano carpintero, con una trémula pátina brillosa sobre el palo de rosa utilizado en mi confección. El buen gusto de la mulata que me recibió de regalo, hizo que me colocaran un bello dosel encarnado, cuyos cortinados. Al ser corridos, me convertían en un lujoso estuche, receptáculo de sus desbordes pasionales con el Gobernador.

Podría estar horas narrando las hazañas que sobre mí intentó realizar el poderoso hombre. Nótese que digo “intentó”, porque en verdad eran más meritorios los esfuerzos de la mulata por fingir placer, que los del Gobernador por llevar a buen puerto sus flojas acometidas amatorias. En fin, soy discreta, y mejor me callo. Con la misma discreción asistí a los revolcones de la mulata con el secretario del Gobernador: Esas sí que eran proezas, casi podría llamar maratones a aquellas interminables tardes de verano, cuando el vejete debía acompañar a su familia a la quinta de San Isidro y el joven secretario era enviado con el aviso de ausencia a mi propietaria, junto con una canasta de frutas elegidas y sus excusas. No sé qué hacía la mulata con la canasta y las excusas, pero soy testigo de que muchas de las dulces frutas eran saboreadas por el mandadero, usando como plato el voluptuoso cuerpo de la amante del Gobernador.

Aquel tórrido verano dejó como recuerdo un hijo, al que en principio el mandatario orgullosamente pensó en dar su apellido, aunque luego, temeroso del escándalo, hizo pasar por un sobrino lejano. Mi fino cuerpo de palo de rosa se vio sacudido, una vez más, por los movimientos de la mulata, pero ahora eran dolorosas contracciones de parto que la dejaron exhausta y la llevaron a la muerte, mientras la sangre que huía de su cuerpo junto con la vida, empapaba mis finas sábanas de batista, hasta volverlas del color de las colgaduras del elegante dosel. Nunca más supe del Gobernador ni de su hijo bastardo, pero sí recogí las lágrimas del secretario, encargado de levantar la casa.


Fue por su iniciativa que fui a parar a manos de un viejo maestro de música, casado con una avinagrada beata. En cuyo hogar pude descansar de tanto traqueteo sentimental, pero donde me aburrí soberanamente, al punto de extrañar incluso aquel “Allá voy,  mi Dulcinea” con que el Gobernador  pretendía anunciar su climax amoroso y su erudición, todo en una sola frase, de la que luego se reían hasta casi descuajeringarme, la mulata y el secretario.
En esa triste casa fue que asistí a la segunda de numerosas muertes que tendría que soportar sobre mí, a lo largo de muchos años. El maestro murió, (creo yo que para no tener q    ue seguir viendo la cara de su mujer), y la beata lo siguió unos años después.

Mi hermosa estructura deambuló por las casas de algunos parientes pobres de la insulsa pareja, en los cuales fui despojada de mi dosel, y llegué a estar ocupada por varios chiquillos a la vez, para aprovechar espacio y tener más calor en invierno. Ya casi ni recuerdos me quedaban de  los suspiros, jadeos y contorsiones del amor, cuando fui adquirida en un remate, nada menos que por el dueño de un hotel “non sancto”.

¡Que felicidad tan grande! 

Allí me renovaron el lustre y me volvieron a colocar el dosel, esta vez de tenues gasas rosadas, que insinuaban más de lo que ocultaban, y la habitación a la que me destinaron, fue bautizada  como “La Pompadour”. Una vez más me sacudieron hasta agotarme, y sin embargo, mi duro entramado de lapacho resistió como en sus mejore épocas.

Hoy, llegado el fin de mi vida útil, me encuentro acá, arrinconada, en este polvoriento depósito, esperando el desguace, cuando escucho una voz joven que pregunta cuál es mi precio. Interesada, escucho el regateo con mi dueño actual, y por último me cargan en una furgoneta bastante descalabrada, donde viajo hasta las afuera de la ciudad. Una vez reubicada en un pequeño galponcito de los fondos de una humilde casa, mi nuevo poseedor regresa con una muchacha que luce un avanzado embarazo. Se detiene ante mí, y él le pregunta ¿Qué te parece? Me estremezco al oírlo, recordando el sangriento parto de la mulata, pero ella lo abraza, sonriendo, y contesta:


Es una madera preciosa. Apúrate y desármala, que no veo el momento en  que se convierta en cuna”.

Fin de la crónica y de la cama.

SILVIA NORA MARTÍNEZ.

2 comentarios:

  1. Felicitaciones Silvia por tan gracioso y bien llevado relato. Como siempre escribes con talento reconocido,humor e intigencia.gracias !

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  2. Un muy merecido final para tan larga y fructuosa vida! Se viene la gran colecta nacional para publicar los relatos!!! Un abrazo Silvia!

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