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miércoles, 10 de enero de 2018

HISTORIA DE MUJERES DE LA HISTORIA Ana Perichón

Contamos aquí una nueva historia de mujeres de la historia en este caso es la abuela de Camila O'Gorman, una dama muy bella  que vivió escandalizando a sus contemporáneos.



LA PERICHONA

            Ese fue uno de los motes que conquistó Ana Périchon, luego de haber sido “La gitana de las islas”, en peyorativa referencia a su nacimiento en la isla Mauricio, colonia francesa del Océano Índico.
  
            Contaba 22 años cuando arribó a estas tierras con sus padres, 3 hermanos y un marido irlandés Thomas O`Gorman, el cual viajaba constantemente por América en dudosas misiones comerciales.






 No era el mejor momento para las colonias; los criollos, que llamaban despectivamente “Pepe Botella” a José Bonaparte, hermano que Napoleón había instalado en España,
no sabemos si por su menguada estatura o por la afición al trago, no aceptaban su regencia y andaban de corrillos en conciliábulos.

            Por otra parte, se hacía evidente la codicia territorial de británicos, portugueses, franceses e ainda mais, convertidos en moscones revoloteando encima de una torta suculenta: la del poder.

      

     La Perichona, que a causa de las andanzas del marido quedaba sola por largos meses, en ese ambiente que era caldo de cultivo para todas las intrigas políticas, algo tenía que hacer para matar el aburrimiento. A práctica y ensayo, terminó por descubrir su gran disposición y ductilidad, la cual le permitía estar al lado de los patriotas y dada la ocasión, oficiar de espía de los ingleses, los portugueses, los franceses o de todos ellos a la vez.

            La muchacha demostró talento para desplegar su arte y es de imaginar con tal entorno, la agitada vida social, política y erótica que tuvo.

            Ella tanto se prestaba a proteger a algún contrabandista como a encubrir y hasta gestar algún negocio turbio en estas orillas, como en el Brasil, donde tenía familiares y amigos.

            Pero la trama de la vida es complicada; a más de uno se le enredan los hilos y se le arma la galleta. Eso le vino a ocurrir a Santiago de Liniers, militar francés nacido en Niort, que venía de una familia, a la fecha, con más blasones que fortuna.





  
            Había combatido en Argel, en Menoría o Santa Catalina, en Brasil, contra los moros, los ingleses y los portugueses.






 Se había casado y enviudado dos veces; la última de la hija de Manuel Sarratea y luego de haber tenido una juventud zarandeada en las lides del amor y los combates, permanecía vegetando en estas orillas por más de 20 años, como jefe de escuadrilla en el Río de la Plata.

        


    A la edad de 53 años, fue cuando la historia lo tocó en el hombro y en cuatro vertiginosos años, antes de que lo alcanzara la muerte, pasó del anonimato al poder.




            Lo que sigue es más sabido: la noche del 24 de junio de 1806 se representaba en la Casa de Comedias “El sí de las niñas” de Moratín, cuando alguien alertó: ¡Una expedición inglesa ha desembarcado en Quilmes y avanza hacia Buenos Aires!

            Buenos Aires tenía 40.000 habitantes y la pampa se adentraba por las calles de aquel puñado de manzanas que conformaban la ciudad.


            Al frente de una expedición de 1000 soldados que salió de Montevideo, Liniers organizó la defensa con talento y energía, con la participación del vecindario que supo convocar.



        
    Tras la reconquista, Liniers desfiló entre las aclamaciones de la multitud. Alto y apuesto, el maduro francés saludaba a las mujeres apiñadas en balcones y azoteas.





            Ana Périchon le arrojó a los pies su pañuelo de encaje, perfumado. Él, lo levantó con la punta de su sable y lo elevó devolviéndole el saludo.

            Y ya lo dice el refrán: el hombre es fuego, la mujer estopa; llega el diablo y sopla.

            A Liniers le interesó mucho conocer a la dueña del diminuto pañuelito de encaje y sus diligencias propiciaron el encuentro. . . y el entendimiento se produjo.



          La Perichona convivió con Liniers en la casa de la esquina de las actuales Reconquista y Corrientes; allí tenían lugar reuniones de notables. Por influencia de Anita se dispensaban puestos, favores y se intercambiaba información. Cada vez que el marido llegaba de un viaje, el virrey le tenía preparado otro, destinado a ser un nuevo Ulises sin Penélope.

         

   


Desde luego, esa relación no era bien vista por la sociedad, al punto que desde Montevideo, el gobernador Francisco Javier Elío, le envía por escrito a Liniers el siguiente consejo: “Cuide su conducta licenciosa, que su casa tiene techo de vidrio.”

            Sabido es que los consejos son una de las cosas que se suelen dar con mayor liberalidad; y en este caso provenían de un impopular gobernante devenido en improvisado moralista.

     







       Pero ellos continuaron con sus avatares amorosos, afrontando la opinión adversa de la sociedad, que no mejoró ni cuando la hija de Liniers, Carmen Liniers Sarratea se casó con el hermano menor de Ana; Juan Bautista Perico Abeille.

         

  En aquellas casonas, de recintos amplios, la ponzoña de la envidia también destilaba sus tóxicos entre esclavos y servidores.

            La venenosa lengua de algún fisgón o fisgona entrometida hizo correr la voz de que en los encuentros íntimos, la Perichona vestía guerrera militar sobre la piel y se ponía gorra de coronela. . .

            Evidentemente, Liniers no la estaba pasando mal, en tanto esa mujer menuda, ocurrente, mundana y atractiva a la que él solía llamar “mi petaquita”, se convertía en la piedra del escándalo.

          

  Álzaga, enemigo acérrimo de Liniers, quien también perdería la cabeza tiempo después, aunque por otros motivos, se ocupaba en escribir al gobierno español, el muy “alcaucil”, dando detalle del escándalo que significaba la relación del Virrey con esa mujer licenciosa.

            Tantas fueron las presiones de las circunstancias, que el amante no tuvo más remedio que sacarle a la enamorada, un pasaporte sin regreso a Río de Janeiro, dando fin a la relación.

            Es entendible; siempre para un militar la Patria debe estar primero ¿O no?

          






   La Perichona, con gran pena partió al exilio, pero joven y bonita, pronto encontró consuelo en los brazos de un inglés, nada menos que en los de Lord Strangford, embajador de su país ante el reino de Portugal. Y con lo antedicho, ha quedado visto y demostrado, que si de algo nunca padeció Anita Périchon, fue de xenofobia.



                                                       OTILIA DA VEIGA


                                                       13 / XII / 2009                              

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