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miércoles, 21 de febrero de 2018

HISTORIAS DE MUJERES DE LA HISTORIA : Victoria Romero



VICTORIA ROMERO





Con su permiso me voy a presentar, mi nombre es Victoria Romero, tal vez esto no les diga nada pero si les cuento que me llaman la Chacha, quizá reconozcan en ese nombre al de Ángel Vicente Peñaloza “el Chacho”
Nací en la Costa Alta de La Rioja y desde jovencita que no me gustaba mi cara, mi nariz es muy ancha. En cambio, mi hermana Mercedes tenía una nariz preciosa. Ella me envidiaba los ojos pues los míos son grises y los de ella  marrones.
Mi padre siempre dijo  que yo era linda, pero muy chúcara.
Yo creía que los hombres eran desalmados, que el carácter venía con ellos como los bigotes, la barba, las risotadas y la fuerza bruta, los que yo conocía eran hoscos, malvados, crueles como mi padre.



En octubre del año 1839, se realizaba un baile en Tama, cerca de mi casa. Yo tenía 20 años y cuando él, Peñaloza, entró al lugar, todas las miradas se clavaron en él. Era alto, musculoso, de mirada suave y bondadosa, hombre de tez blanca, ojos azules, cabellos y barba rubios.





El Chacho  tenía casi 40 años cuando nos conocimos. Ese día me enamoré, era bueno, manso, alegre, leal a sus amigos y a sus ideales. Sus ojos color de cielo dolían al mirarlos, quemaban, ardían. . . Es algo que  sentía entre el estómago y el corazón.
Nos casamos al poco tiempo pues decía que no era hombre para andar noviando. Mi madre y mi hermana mayor que ya estaba casada, me hablaron de la primera  noche, aludiendo al dolor y al miedo. Seguramente  nunca tuvieron una noche  como la que él me brindó. Si ellas hubieran sido tratadas como mi hombre lo hizo conmigo, me habrían hablado de amor, de emoción, de felicidad. Hizo que mi  cuerpo se acostumbrara al suyo diciendo con sus manos, sus caricias, todo lo que yo necesitaba saber. Conocer a mi hombre fue el mejor descubrimiento de la vida.
Nos fuimos a vivir a Guaja a su casa.


No tuvimos mucho tiempo para conocernos pues la situación del interior y sus revueltas lo obligaban  a salir   a recorrer los Departamentos para ver a sus soldados y prepararse para las batallas.
Cierta mañana después de tomar unos cimarrones, cuando ya se iba, le dije –Yo voy con usted, lo tomé de sorpresa y trató de convencerme de lo contrario, pero no lo consiguió, y a regañadientes me ensilló un caballo. A partir de ese día no nos separamos más.
Luchamos juntos en más de una escaramuza, hasta que llegamos a Manantiales, en Tucumán. Él se había adelantado, dejándome atrás con un pequeño grupo, ya que sospechaba que la lucha sería brava. El fragor de la batalla nos hizo acercar y allí  vi el caballo de Peñaloza sin su jinete. Mi desesperación obró en consecuencia y al grito de ¡Viva la Patria!, arremetimos contra los 9 soldados que lo tenían rodeado. Mi llegada desorientó a los enemigos, y Ángel pudo montar su caballo y alejarse. Alguien cargó contra mí y recibí un sablazo sobre mi cabeza que fue la marca que llevo de por vida. El capitán Ibáñez  me rescató  y fui llevada a una comadrona,  para que me cosiera la herida. Sólo un poco de aguardiente para desinfectar y para tomar, fue la asepsia y anestesia. Me cosió la herida que iba desde la frente hasta la boca como quien cose un costal. Esa es la marca que llevó al pueblo a cantar la copla


                               Doña Victoria Romero
                               Si usted quiere que le cuente
                               Se vino de Tucumán
                               Con una herida en la frente.



Para recuperarme pasé un tiempo en casa de mis padres, hasta que Ángel tuvo que partir nuevamente al exilio, y yo fui tras él. Por entonces consulté a doña Francisca, la curandera amiga de mi madre, que vivía cerca, en Copiapó. Ella leyó mis lágrimas y me dijo que en ellas había una niña y también una mujer enferma o muerta.
Regresé volando de fiebre y no recuerdo lo que pasó. Sólo sé que deliraba diciendo que la única que podía curarme era doña Francisca. La mandaron llamar, me revisó y  dijo a Peñaloza que me llevara al dispensario porque  me moría. Me llevaron hasta el paso de Potrerillos, donde me curaron con una vara de naranjo seco puesto  en mi vagina. A los dos días sacaron junto a la vara podrida que había crecido al doble, los restos de un hijo muerto. Esta vez, cuando pregunté si podía quedar preñada, la respuesta fue que no serían hijos de mis entrañas, pero sí me veía con un hijo varón.
Fue por ese entonces que llegó  la información del fusilamiento de Ladislao Gutiérrez y de Camila O’Gorman. Me impresionó mucho que Rosas se entrometiera con los actos privados de las personas.
Corría el año 1849, cuando Peñaloza llegó a nuestra casa con un bulto. Desde el suelo yo no alcanzaba a ver qué era y él no desmontaba.
Mi reina, así me llamaba, le traje un hijo…
Un hijo? Tuvo otro hijo por ahí?...
No es mío, su madre murió esta madrugada, se llama Indalecio y ha de tener unos 5 meses.
Yo estaba por los treinta años y resignada a  no  tener hijos propios.
Era feíto el pobre, pero para mí era el más lindo de todo el universo, con sus grandes ojos negros.
 Es para mí? Pregunté.- Para usted y para mí, es nuestro hijo.
 Lo bautizamos en Tama en la misma iglesia donde nos casamos.






En el invierno de 1855  formé una sociedad con don Justo José De Urquiza  para la instalación y explotación de un tambo en la finca que era legalmente propiedad de Ángel Vicente Peñaloza, pero el Chacho no se encontraba en las tareas del campo, su lugar continuaba siendo las milicias y las batallas entre unitarios y federales que no se daban tregua.
Nuevas batallas nos llevaron por Catamarca, San Luis, San Juan, Tucumán, con suerte diversa, hasta que fue sólo perder.






Debimos buscar refugio y nos prestaron una casa en Olta, donde nos instalamos con Indalecio.  Era noviembre de 1863.
El 11 de noviembre lo pasamos tranquilos, esperando la lluvia que pronosticó el Chacho. Los truenos me despertaron sobresaltada, pero mi hombre me calmó: duérmase,  que yo la cuido.
Vi una sombra que entraba en la casucha y de pronto, treinta soldados más ingresaron a la choza, apuntándonos a todos.  El capitán Irrazábal, a cargo del grupo preguntó:
¿Dónde está ese bandido?



Yo soy el Chacho y estoy rendido, contestó. Sentado en el catre con las manos atadas a la espalda y desarmado fue la única manera de vencerlo,  el capitán tomó la lanza y le atravesó el pecho. Luego dio orden de decapitarlo y cortarle una oreja, para enviársela a Sarmiento y que pusieran la cabeza en una pica en la plaza de Olta, para escarmiento de sus seguidores.
A mí me subieron a una mula y me llevaron así hasta San Juan, donde me encarcelaron.  Era el 12 de noviembre de 1863, luego de tres meses me dejaron en libertad.
 Hace un año que vivo en Tama con la ayuda de mi familia. El tambo no funcionó, y nuestra casa de Guaja la entregó la justicia a los que la reclamaban por las deudas del Chacho.
No nos dejaron nada.




                                                                                     Alicia Rodríguez

                                                                                  12 / 12 / 2009
                                                                                   

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