ACADEMIA
DE TANGO
Hacía poco que habían
empezado con la academia. Antes de las reformas, el local había estado
destinado a boliche, pero las cuentas nunca cerraron, hasta que Blanca tuvo una
idea brillante: pondrían una academia de tango.
Al principio, Hugo se negó
rotundamente, pero ella insistió, presentando el proyecto en forma tan
atractiva, que a él no le quedó más remedio que claudicar. Su única condición
fue que no sería él el profesor, contratarían algún amigo bailarín de entre los
muchos que estaban sin trabajo, y Hugo se haría cargo de la barra, que fue lo
único que quedó en pie del viejo boliche.
Era un hermoso salón, con un
piso reluciente de antiguo roble de Eslavonia, de esos que ya no se encuentran,
y quedó espléndido cuando Blanca hizo instalar grandes espejos que consumieron
hasta los últimos pesos de la pareja.
Pero tuvieron suerte. El
lugar fue todo un éxito desde el primer momento, y cada noche se colmaba de
aprendices tangueros, porteños y foráneos. Blanca era la estrella del local. Alta,
con largas piernas siempre enfundadas en finas medias negras que asomaban por
el clásico tajo cuando bailaba o se sentaba, suelta su rojiza cabellera sobre
los hombros de un blanco cremoso, rara vez acariciados por los rayos del sol.
Tenía algo más de cuarenta años, pero no los aparentaba, especialmente cuando
bailaba.
Dada la cantidad de alumnos
que tenían, Hugo había contratado a varias chicas para ayudar a Blanca con las
clases, pero todos se peleaban por tomar lecciones con ella. Era como un
especie de premio lograr ser su compañero, aun cuando sólo fuese por un
momento.
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Lo mejor de cada noche era
el momento en que Hugo dejaba su observatorio detrás de la barra y, tomando a
su mujer de la cintura, la llevaba al centro de la pista. Todo el mundo tomaba
asiento en las banquetas colocadas a lo largo de las espejadas paredes, y
quedaban allí, expectantes.
Era un espectáculo único. El
perfecto acople de sus cuerpos, fruto de largos años de convivencia, hacía que
sus siluetas se fundiesen en una, dibujando arabescos sobre el parquet
multiplicando las mórbidas figuras del tango en los grandes espejos. Un cerrado
aplauso coronaba su actuación y una multitud de hombres se arremolinaba
entonces alrededor de Blanca, buscando ser los agraciados con una clase particular,
que ella otorgaba graciosamente, ante la sonriente aprobación de Hugo,
nuevamente oscuro ocupante de la barra.
Así, hasta que una noche
cualquiera, la relativa calma del local se vio alterada por la irrupción de un
grupo de jovencitos que buscaba sólo pasarla bien. Aburridos de las usuales
salidas, uno de ellos había tenido la ocurrencia de entrar a la academia,
fingiendo querer tomas lecciones de tango, y todos habían aceptado,
alborozados. Entre risas y algunas copas de más, los muchachos salieron de
inmediato a la pista, algunos con las jóvenes instructoras, otros entre ellos
mismos, pero todos bajo la vigilante mirada de Hugo.
Hugo frunció el ceño.
Conocía a Blanca desde que era casi un niña, y sabía que tenía una sola
debilidad: los carilindos, en especial si eran jóvenes. No se equivocó. El
muchachito Javier, como dijo llamarse, tenía un aire a Leonardo Di Caprio, pero
con un dejo perverso en los fríos ojos celestes. Blanca no supo, ni pudo, ni
quiso resistirse.
Fue como un vendaval,
arrasándolo todo a su paso. En menos de un mes, ella intentó dejar a Hugo para
irse con Javier, haciendo así aterrizar de golpe al muchacho, que creía estar
viviendo una aventura más, sólo que esta vez, con el brillo que le otorgaban los
cuarenta años de Blanca y su fama de mujer de la noche. Y, para completar el
cuadro, una noche apareció por la academia una llorosa jovencita que increpó a
Blanca con los ojos llenos de lágrimas, acusándola de querer quitar el novio (léase Javier).
El hábil joven sacó de
inmediato provecho de la situación y, tomando a su novia de un brazo, la
condujo fuera del salón, argumentando en tono alto “Que no permitiría que un par de viejos quisiese aprovecharse de la
inexperiencia y buena fe de ambos”
Hugo, entre indignado y
divertido, sacudió la cabeza, mirando en dirección a la puerta del guardarropas
por la que Blanca se había escabullido. La mujer, por supuesto, había
presenciado la escena desde allí, por lo que, tras la partida de la parejita,
salió en silencio y cabizbaja.
Hugo se le acercó, magnánimo
y ganador y, como tantas otras veces, le preguntó al oído ¿Bailamos? Ella, avergonzada, apoyó la mejilla en el hombro varonil
y se dejó llevar.
SILVIA NORA MARTÍNEZ
Marzo 2001
Gracias por este regalo del nuevo año, Damas! Silvia, como siempre, relata una hermosa historia con maestría y calidez, un abrazo para todas! Cristina
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