"PILUSOS EN LA PLAYA"
GABY: GRACIELA CODESIDO
JOSÉ: ALICIA RODRÍGUEZ
ABUELO: MARÍA LAURA VILA
ABUELA: ESTELA FAURE
SEÑORA: MARÍA ISABEL PEÑA
RELATORA: SILVIA MARTÍNEZ
Llegaron en tropel, cerca de las 11. Era una mañana espectacular de mediados de
enero y la temperatura amenazaba con batir récords. Elisa había elegido aquel
balneario alejado para poder leer y estar en soledad. El pueblito cercano era
minúsculo, y las pocas casas que se
alquilaban, quedaban ocultas unas de otras por altos médanos de manera que la
aparición de aquella gente, la tomó por sorpresa. Buscó con la mirada en lo
alto del acantilado y descubrió una traqueteada camioneta, en la que
seguramente se desplazaban los recién llegados. Suspiró, resignada. Eran muy
pocas las personas que bajaban a la playa y Elisa pensó que la inesperada
visita no sería muy bien recibida.
Volvió su atención al grupo, olvidada ya del libro abierto sobre su
falda.
Bajaban
las escaleras en fila india y así continuaron hasta llegar a la playa. Tres
chicos encabezaban la marcha. Los más chiquitos, sin dudas mellizos, tenían las
manitos llenas de palitas, rastrillos y
los tradicionales baldes de colores. El mayorcito, de unos 8 años, llevaba bajo
su brazo una especie de barrenador plástico, con forma de tiburón y los 3
usaban gorritos del tipo Piluso, de color rojo.
Los
seguía un hombre bajito, de bermudas estampado, musculosa negra y el mismo
gorro, pero en color verde rabioso. Arrastraba, más que llevaba, una vieja
sombrilla de lona, con varillaje de madera, que debía pesar una tonelada y con
el otro brazo sostenía varias reposeras desvencijadas. Sobre su espalda
cargaba una enorme mochila.
Detrás
de él iba una mujer, tirando de un carrito maletero donde habían colocado una
heladera portátil, que por el tamaño, parecía un freezer comercial, y sobre
ésta, un brillante balde rojo de 20 litros, por cuyo borde asomaban un par de
termos y un cajón con el equipo de tejos. Aunque bonita, le sobraban unos 25
kilos, que era más o menos el peso de lo que debía llevar en la heladera, por
la forma en que el carrito se atascaba en la arena. Acalorada por el esfuerzo,
se quitó una capelina de paja que lucía algo torcida y comenzó a abanicarse con
ella, mientras le gritaba al hombre:
GABY: ¡Pará, José! Nos quedamos acá, que no puedo más y me
estoy quemando los pies.
RELATORA: José se apresuró a dejar su carga en la arena y corrió a
ayudar a una pareja de abuelos que venía
detrás de Gaby, cada uno llevando un sillón de lona plegable, de los de tipo
“tijera”. Ellos también usaban Pilusos, pero de color amarillo canario.
JOSÉ: Dejen todo acá, que ahora lo armamos. ¿Dónde están la
Daiana y el Catriel?
RELATORA: Elisa vio que esos nombres pertenecían a dos
adolescentes que cerraban la marcha, alejados por unos metros y con caras de
“yo no los conozco”, él haciendo malabares con una pelota y ella cargando sólo
un bolsito de plástico trasparente sobre el hombro. Pero se notaba que eran de
la familia por los Pilusos azul eléctrico de sus cabezas.
Una
vez todos reunidos, comenzó una discusión entre los dos hombres mayores sobre
la mejor manera de instalar la sombrilla.
ABUELO: Lo mejor es ponerla en la orilla, sobre la arena
húmeda, porque hay mucho viento y la abuela estará más resguardada ahí. Dame la
palita para hacer el agujero.
JOSÉ: Nada de eso, si la ponemos allá, la sombra no rinde nada
y además, la puede levantar un golpe de viento, dame a mí la pala que yo tengo
más fuerza.
ABUELO: Qué fuerza ni fuerza, es cuestión de saber ponerla, ¿Me
vas a decir a mí, que hace como 50 años que pongo sombrillas en la playa?
RELATORA: Al fin ambos transaron en un peligroso ángulo de 45
grados y la abuela se apresuró a abrir su silla tijera y sentarse en el medio
del círculo sombreado, mientras José extraía de la mochila una cantidad de
toallas y toallones suficientes para instalar una tienda.
Por
su parte, la gordita ubicó la heladera contra la silla de la abuela, volvió
a encasquetarse la capelina y procedió a
sacarse el pareo hindú con hilos dorados que la hacía lucir como un cartel
luminoso. Seguramente alguien le había dicho que las rayas afinan la silueta,
pero olvidaron decirle que el “animal print” de cebra, no era lo mejor para su
silueta. Los rollitos asomaban por los
bordes de la malla como queriendo ver el mar, pero ella, indiferente, se bajó
los breteles, los ató a su espalda y se dejó caer en la reposera que José,
solícito, ya le había preparado, la que crujió lastimosamente bajo su peso.
ABUELO: Vengan mellis, vamos a hacer un pozo enorme para sacar
almejas, y después las vamos a guardar en el balde rojo con agua de mar. ¡José!
Querés sacar los termos y el tejo del balde que es para las almejas…
ABUELA: ¿Quién quiere un sandwichito?
GABY: Nadie, abuela, no van a comer nada hasta la una, por lo
menos. Y cuidadito que alguno abra la heladera antes del almuerzo. Le corto la
mano!
RELATORA: Mientras, el nene mayor corrió hacia el mar,
arrastrando su tiburón de plástico. La madre, sin moverse de la reposera, dejó
de aplicarse bronceador en el rostro.
GABY: José, vigilalo
al Jonatán que se va al agua y no descuides a los mellizos. Y vos,
Daiana, cuidadito con desaparecer como siempre. Abuela, usted no deje que el
Catriel abra la heladera a cada rato, que nos vamos a quedar sin cubitos
enseguida y usted, abuelo, póngase a la sombra ¿O se quiere insolar?
RELATORA: La mujer buscó el mejor ángulo para cocinarse, colgó la
capelina del brazo de la reposera y cerró los ojos, momento que aprovecharon la
Daiana y el Catriel para hacerse humo.
Disfrutando del momentáneo silencio, Elisa volvió a su libro, pero la
calma duró poco, quebrada por los gritos de una mujer furiosa, que traía a la
rastra al Jonatán de una oreja y al tiburón en la otra mano.
SEÑORA ENOJADA:
¡La madre! ¡Quiero saber quién es la madre! Este demonio casi me quiebra la pierna
con esa tabla de porquería…
RELATORA: A Gaby le tomó un segundo incorporarse y salir en
defensa de su cachorro.
GABY: ¡La madre soy yo! ¿Se puede saber qué le pasa, “señora”?
RELATORA: Antes de que la mujer pudiera contestar, se escuchó un
aullido estremecedor que parecía salir de ultratumba. Gaby no había advertido
que, sobre lo que se paraba, no era un montículo de arena, sino la panza de
José, semienterrado por los mellis y el abuelo. El aullido de José se mezcló
entonces con el llanto del Jonatán, que tenía la oreja inflamada como una
coliflor por las sacudidas de la ofendida señora, los gritos de Gaby y las
palabrotas del abuelo, que veía derrumbarse el castillo de arena que estaba
construyendo. A esta altura de los hechos, Elisa consideró mejor retirarse,
antes de que comenzaran a tirarse con los sándwiches de milanesa, que
seguramente atesoraban en la heladerita.
Cuando
ya llegaba al límite de la playa, Elisa se volvió para dar un último vistazo a
la bochinchera familia, pero solo pudo ver un grupo de Pilusos de colores,
corriendo detrás de la sombrilla que rodaba alegremente hacia el mar, dejando
tras de sí a la abuela, despatarrada sobre la arena.