VICTORIA ROMERO
Con su permiso
me voy a presentar, mi nombre es Victoria Romero, tal vez esto no les diga nada
pero si les cuento que me llaman la Chacha, quizá reconozcan en ese nombre al
de Ángel Vicente Peñaloza “el Chacho”
Nací en la Costa
Alta de La Rioja y desde jovencita que no me gustaba mi cara, mi nariz es muy
ancha. En cambio, mi hermana Mercedes tenía una nariz preciosa. Ella me
envidiaba los ojos pues los míos son grises y los de ella marrones.
Mi padre siempre
dijo que yo era linda, pero muy chúcara.
Yo creía que los
hombres eran desalmados, que el carácter venía con ellos como los bigotes, la
barba, las risotadas y la fuerza bruta, los que yo conocía eran hoscos,
malvados, crueles como mi padre.
En octubre del
año 1839, se realizaba un baile en Tama, cerca de mi casa. Yo tenía 20 años y
cuando él, Peñaloza, entró al lugar, todas las miradas se clavaron en él. Era
alto, musculoso, de mirada suave y bondadosa, hombre de tez blanca, ojos
azules, cabellos y barba rubios.
El Chacho tenía casi 40 años cuando nos conocimos. Ese
día me enamoré, era bueno, manso, alegre, leal a sus amigos y a sus ideales.
Sus ojos color de cielo dolían al mirarlos, quemaban, ardían. . . Es algo
que sentía entre el estómago y el
corazón.
Nos casamos al
poco tiempo pues decía que no era hombre para andar noviando. Mi madre y mi
hermana mayor que ya estaba casada, me hablaron de la primera noche, aludiendo al dolor y al miedo.
Seguramente nunca tuvieron una
noche como la que él me brindó. Si ellas
hubieran sido tratadas como mi hombre lo hizo conmigo, me habrían hablado de amor,
de emoción, de felicidad. Hizo que mi
cuerpo se acostumbrara al suyo diciendo con sus manos, sus caricias,
todo lo que yo necesitaba saber. Conocer a mi hombre fue el mejor
descubrimiento de la vida.
No tuvimos mucho
tiempo para conocernos pues la situación del interior y sus revueltas lo
obligaban a salir a recorrer los Departamentos para ver a sus
soldados y prepararse para las batallas.
Cierta mañana
después de tomar unos cimarrones, cuando ya se iba, le dije –Yo voy con usted,
lo tomé de sorpresa y trató de convencerme de lo contrario, pero no lo
consiguió, y a regañadientes me ensilló un caballo. A partir de ese día no nos
separamos más.
Luchamos juntos
en más de una escaramuza, hasta que llegamos a Manantiales, en Tucumán. Él se
había adelantado, dejándome atrás con un pequeño grupo, ya que sospechaba que
la lucha sería brava. El fragor de la batalla nos hizo acercar y allí vi el caballo de Peñaloza sin su jinete. Mi
desesperación obró en consecuencia y al grito de ¡Viva la Patria!, arremetimos
contra los 9 soldados que lo tenían rodeado. Mi llegada desorientó a los
enemigos, y Ángel pudo montar su caballo y alejarse. Alguien cargó contra mí y
recibí un sablazo sobre mi cabeza que fue la marca que llevo de por vida. El
capitán Ibáñez me rescató y fui llevada a una comadrona, para que me cosiera la herida. Sólo un poco
de aguardiente para desinfectar y para tomar, fue la asepsia y anestesia. Me
cosió la herida que iba desde la frente hasta la boca como quien cose un
costal. Esa es la marca que llevó al pueblo a cantar la copla
Doña Victoria
Romero
Si usted quiere
que le cuente
Se vino de
Tucumán
Con una herida en la
frente.
Para recuperarme
pasé un tiempo en casa de mis padres, hasta que Ángel tuvo que partir
nuevamente al exilio, y yo fui tras él. Por entonces consulté a doña Francisca,
la curandera amiga de mi madre, que vivía cerca, en Copiapó. Ella leyó mis
lágrimas y me dijo que en ellas había una niña y también una mujer enferma o
muerta.
Regresé volando
de fiebre y no recuerdo lo que pasó. Sólo sé que deliraba diciendo que la única
que podía curarme era doña Francisca. La mandaron llamar, me revisó y dijo a Peñaloza que me llevara al dispensario
porque me moría. Me llevaron hasta el
paso de Potrerillos, donde me curaron con una vara de naranjo seco puesto en mi vagina. A los dos días sacaron junto a
la vara podrida que había crecido al doble, los restos de un hijo muerto. Esta
vez, cuando pregunté si podía quedar preñada, la respuesta fue que no serían
hijos de mis entrañas, pero sí me veía con un hijo varón.
Fue por ese
entonces que llegó la información del
fusilamiento de Ladislao Gutiérrez y de Camila O’Gorman. Me impresionó mucho
que Rosas se entrometiera con los actos privados de las personas.
Corría el año
1849, cuando Peñaloza llegó a nuestra casa con un bulto. Desde el suelo yo no
alcanzaba a ver qué era y él no desmontaba.
Mi reina, así me
llamaba, le traje un hijo…
Un hijo? Tuvo
otro hijo por ahí?...
No es mío, su
madre murió esta madrugada, se llama Indalecio y ha de tener unos 5 meses.
Yo estaba por
los treinta años y resignada a no tener hijos propios.
Es para mí? Pregunté.- Para usted y para mí,
es nuestro hijo.
Lo bautizamos en Tama en la misma iglesia
donde nos casamos.
En el invierno
de 1855 formé una sociedad con don Justo
José De Urquiza para la instalación y
explotación de un tambo en la finca que era legalmente propiedad de Ángel
Vicente Peñaloza, pero el Chacho no se encontraba en las tareas del campo, su
lugar continuaba siendo las milicias y las batallas entre unitarios y federales
que no se daban tregua.
Nuevas batallas
nos llevaron por Catamarca, San Luis, San Juan, Tucumán, con suerte diversa,
hasta que fue sólo perder.
Debimos buscar
refugio y nos prestaron una casa en Olta, donde nos instalamos con
Indalecio. Era noviembre de 1863.
El 11 de
noviembre lo pasamos tranquilos, esperando la lluvia que pronosticó el Chacho.
Los truenos me despertaron sobresaltada, pero mi hombre me calmó:
duérmase, que yo la cuido.
Vi una sombra
que entraba en la casucha y de pronto, treinta soldados más ingresaron a la
choza, apuntándonos a todos. El capitán
Irrazábal, a cargo del grupo preguntó:
¿Dónde está ese
bandido?
Yo soy el Chacho
y estoy rendido, contestó. Sentado en el catre con las manos atadas a la
espalda y desarmado fue la única manera de vencerlo, el capitán tomó la lanza y le atravesó el
pecho. Luego dio orden de decapitarlo y cortarle una oreja, para enviársela a
Sarmiento y que pusieran la cabeza en una pica en la plaza de Olta, para
escarmiento de sus seguidores.
A mí me subieron
a una mula y me llevaron así hasta San Juan, donde me encarcelaron. Era el 12 de noviembre de 1863, luego de tres
meses me dejaron en libertad.
Hace un año que vivo en Tama con la ayuda de
mi familia. El tambo no funcionó, y nuestra casa de Guaja la entregó la
justicia a los que la reclamaban por las deudas del Chacho.
No nos dejaron
nada.
Alicia
Rodríguez
12 / 12 / 2009