Dicen
que a cierta edad las mujeres nos hacemos invisibles, que nuestro protagonismo
en la escena de la vida declina, y que nos volvemos inexistentes para un mundo
en el que sólo cabe el ímpetu de los años jóvenes.
Yo no sé si me habré vuelto invisible para el
mundo, es muy probable pero nunca fui tan consciente de mi existencia como
ahora; nunca me sentí tan protagonista de mi vida, y nunca disfruté tanto de
cada momento de mi vida.
Descubrí que no soy una princesa de cuento de
hadas. Descubrí al ser humano que sencillamente soy, con sus miserias y sus
grandezas.
Descubrí que puedo permitirme el lujo de no
ser perfecta, de estar llena de defectos, de tener debilidades, de equivocarme,
de hacer cosas indebidas, de no responder a las expectativas de los demás y, a
pesar de ello, quererme mucho y aún amar, sentir, vibrar.
Cuando
me miro al espejo, ya no busco a la que fui en el pasado. Sonrío a la que soy
hoy. Me alegro del camino andado y asumo mis contradicciones.
Siento que debo saludar a la joven que fui,
con cariño, pero dejarla a un lado; porque ahora me estorba. Su mundo de
ilusiones y fantasía ya no me interesa. Me interesa ser yo, aquí y ahora.
Qué bien no sentir ese desasosiego permanente
que produce correr tras los sueños. Qué bien poder disfrutar del silencio y de
los pensamientos.
Qué lindos son los recuerdos y sonreír tras
ellos.
La vida es tan corta y el oficio de vivirla es
tan difícil, que cuando uno comienza a aprenderlo, ya hay que morirse. Por eso
trato de vivirla a plenitud como si hoy fuera el último, gozando cada minuto,
cada momento, cada "te quiero", cada rayo de sol que me acaricia. Y
tan solo puedo dar gracias a la vida por toda esta maravilla.
Por mis amigas que al igual que yo viven ahora
su realización que son mi ejemplo, por mis amigas que comparten conmigo sus
experiencias en los sufrimientos y en sus alegrías, por las mamás del mundo
porque, como ángeles sin alas, acompañan a sus hijos en todo momento, doy
gracias a la vida por haberme dado la gran dicha de ser mujer.